CUENTO para sobrevivir al OTOÑO
La calle es un desfile de sombras, así lo atestiguan esta luz viscosa y mis tres dioptrías y pico, lo grita mi conciencia, no hallando reflejo en las figuras fugaces que atraviesan el éter como en la confusión de un sueño acelerado.
Y así camino, caminan más bien mis piernas por mí, movidas por una voluntad ajena, extraña, tan diferente de la mía, en estos momentos blanda, ausente.
Mis suelas han de tener dibujada una ruta a seguir todos los días, me digo. Algo, una especie de gps de la rutina que me obliga, o quizás me ayuda a cumplir con estas obligaciones obtusas que nos impone la sociedad, que nos imponemos nosotros mismos para encajar bien en ella, para agradar, en definitiva. Si no quisiéramos agradar todo el tiempo ¿nos esforzaríamos por alcanzar metas tales como títulos oficiales o trabajos estables? Me pregunto qué tienen que ver los títulos con el conocimiento, y los trabajos absurdos con la supervivencia.
No es culpa del otoño, ni de las hojas en su ritual anual de suicidio colectivo (la secta de los árboles es la más disciplinada de las sectas), ni siquiera es culpa de los rostros grises ni de esta luz somnolienta.
La culpa es de la amortiguación integral que cargamos día tras día sobre nosotros, como una especie de apéndice vano:
¿Le parece percibir como a través de un velo? ¿A menudo siente la sensación de no estar lo bastante vivo? ¿Sus emociones han perdido intensidad? Dos palabras: Amortiguación Integral. No está incluida en el modelo de serie, pero suele acoplarse con el transcurrir del tiempo.
Así son las cosas, la realidad, antítesis de sí misma (absurda y antiestética, vibrante y reluciente) se derrama como lluvia perezosa sin lograr atravesar las gabardinas que cubren nuestro entendimiento.
En otoño, quién sabe por qué, se hace más obvia esta carencia de consistencia, este emborronamiento de contornos y de ánimos.
Pero hay esperanza, existen múltiples recetas para deshacerse de la Amortiguación Integral, se rumorea. Una de ellas al parecer asegura que si uno permite descansar su mirada, sus piernas, su ego... Si uno se detiene a contemplar atentamente el cielo, en ocasiones acaba cayendo en la cuenta de que jamás es el mismo: los colores, las luces, la disposición de las nubes se alían cada día para crear un cuadro único y perfecto. Y al final nos salvan los prodigios desapercibidos que creímos tedio.
Colaboración para el número de Noviembre de la revista Grada.