lunes, abril 09, 2007

Quinta Glaciación

Se cortó la melena para que la pasión no pudiera arrastrarle por los pelos.

Olvidó los gemidos, la lucha fingida que acrecienta el deseo.

Se amputó el olfato rastreador, el tacto creativo, la vista concebida para captar al instante cualquier curva apetitosa en un radio de 150 metros a la redonda.

Volcó toda la energía sobrante en las palabras, palabras enrevesadas, abundantes, ridículas muchas de ellas, que esparcía por tertulias literarias, por veladas poéticas, por cualquier tipo de cónclave de intelectuales disponible en la ciudad.

No se puede negar que tenía emoción tratar de hallar la palabra exacta o, mejor, la más rara, como los autores exóticos a los que solía citar en sus intervenciones. Pero la palabra no poseía la cualidad humectante de los cuerpos en contacto jugando a no saber. Ni lo dejaba a uno exhausto y feliz tras ser pronunciada. La palabra sólo podía ser acariciada por su lengua, y a duras penas, ¡y él era mucho más que una glotis inquieta! Era quizás un aparato fonador insatisfecho: siempre hablando, ávido (en el fondo) de silencio. Sólo en silencio puede uno oír sus verdaderos deseos. Aquella mujer debía de ser emisaria del silencio. Sin emitir sonido alguno tomó su mano, sin más, y lo condujo a los servicios del café en el que transcurría la tertulia de turno.

Él se dijo que probablemente deseó en más de un millar de ocasiones que algo así le ocurriera en los tiempos anteriores a su renuncia del sudor y la saliva.

Ella no soltó su mano en ningún instante, la guió por todo su cuerpo con una delicadeza impropia de la situación.

Se hizo el caos en la mente del hombre: algo quería arrastrarlo de nuevo, algo feroz, exultante, verdadero y simple como el primer amanecer. Tocar, lamer, morder, besar, ¡aaah!, estar, estar contigo, en ti, rodeándote, sobre ti… Volvía, volvía el olfato con su impertinencia depredadora; volvía la carne, la carne toda a sentir cada milímetro de su humana extensión.

Y la palabra: la palabra no cedía, golpeando sus sienes trataba de recuperar el espacio ganado por la sangre primitiva. Y brotaron reflexiones apresuradas y versos locos. Cobraron vida los “peros” y los “porqués”.

Y la mujer, aquel prodigio de sabor y de silencio, pareció leer su pensamiento al instante, y apartó de él su calor, llevándose labios, lengua, manos, dejándolo desvalido a orillas de la quinta glaciación:
Ah, escritores! ¡Oh, poetas! Los intelectuales no folláis, atesoráis experiencias para vuestra próxima obra, y yo no voy a ser tu musa, la excusa para un verso indiscreto o un relato tórrido. Yo soy deliciosa y tú aburrido. Adiós.

Y así se marchó con el ondular hipnótico de su trasero de mujer-loba haciendo eco de su despedida. Y el cerebro de él se limitó a babear, incapaz de hallar una sola palabra apropiada.


Dedicado a todos los hombres que hacéis voto de abstinencia temporal transitoria, a los que os refugiáis en la palabra, y a los que lo hacéis en el silencio. A los que sabéis que follar es otra cosa. A los que sabéis que hay algo más allá de los cuerpos, de la ausencia, de la presencia, de las almas. A los que tratáis de asir lo inaprensible. Con amor...

3 comentarios:

Ramón Machón dijo...

¿Y por qué aquí no hay comentarios?

Laura PD dijo...

Pues...dímelo tú. Yo no tengo respuestas. Tampoco nos vamos a poner exigentes ahora: ya es un lujazo que me visitéis y me leáis.
Gracias por pasarte por aquí, Ramón, ya pasaré yo por tu sitio con más detenimiento.

Anónimo dijo...

un relato muy bueno!